Es posible que
cuando leáis estas líneas, recordéis vivencias del pasado, muchas de ellas
relacionadas con las fiestas. También estoy segura de que el programa de Santo
Cristo llegaba o llega a vuestras casas en los mismos días en los que se asan
pimientos, se hace conserva de tomate o sangría de melocotón. Esto último para
alegrarnos un poco más las celebraciones con nuestra familia y amigos.
En
mi caso, además de lo que he mencionado anteriormente, recuerdo a mi familia de
fuera venir durante todo el verano y especialmente en las fiestas de Santo
Cristo. Si les preguntábamos por las comidas que más les apetecían, lo que más
añoraban por esta época era el ajillo o una buena fritada de tomate y pimientos
asados con conejos o pollos caseros. Si eso iba acompañado de los restos de
embutidos que podían quedar por esta época (morcilla, chorizo, lomo de orza,…),
el menú ya era perfecto.
Otra fecha del
verano en la que se disfrutaban estas viandas era en torno al quince de agosto,
en un día de río o día de la Virgen, en el que se cocinaba en una lumbre al
fresco de una alameda. Como dice el refrán popular: “Miel sobre hojuelas”.
Lo
mismo podemos decir de otras celebraciones a lo largo del año. Cualquier
festividad iba acompañada de sus platos típicos. Podemos recordar el olor a
dulces navideños amasados por nuestras madres y abuelas en las panaderías del
pueblo. O las natillas, hojuelas, borrachillos, … que degustábamos en Semana
Santa.
¿Y qué decir
de la matanza? Conocer todo el proceso de curación de los embutidos o aliñar
las masas con los “avíos” (matalahúva, orégano, pimienta, clavo, almendras…)
era un auténtico ritual lleno de sabiduría ancestral y un festival para los
sentidos.
Otras tareas
como hacer vino o queso, que eran muy frecuentes en muchas casas, se han
perdido en apenas una generación.
En
el día a día, todos hemos degustado o hemos oído hablar de manjares como
alimentos, gachas, migas, sopas de pimientos y tomates, tallarines, gazpacho de
pepino, talvinas, rinrán, asado, potaje de castañas o bolones, … Palabras como
“macarros”, “engañifa”, “calostros”, “magrilla” o “el testamento del marrano”
ya son palabras nos llevan a otra época. Son palabras que nuestros abuelos
usaban en su rutina alimentaria, nuestros padres conocían pero usaban menos y
las siguientes generaciones, ni una cosa ni otra.
Seguro
que recordamos el olor de las flores de un sitio, las guindas o las moras de
otro, un parral concreto, aquellas higueras, … Y también ligado a algunos
establecimientos que tenían tapas o bebidas exclusivas. Alguna gente mayor me
ha recordado el sabor inconfundible de las pasas con aguardiente que servía mi
abuelo Chusco en su taberna.
Quizás
a estas alturas del texto, los mayores tengáis la boca hecha agua y mucha
nostalgia y recuerdos acumulados. Y por otra parte, es posible que muchos
jóvenes estén totalmente ajenos a todo lo que estamos recordando.
Es
evidente que en esta sociedad globalizada, compartimos comidas con otras zonas
de España o del mundo, pero también es innegable que tenemos ingredientes
propios, un clima y una ubicación determinada que hace que nuestra tierra
ofrezca productos que a lo largo de la historia se han cocinado o conservado de
forma única. He podido comprobar cómo si nos alejamos unos kilómetros de
nuestra comarca o de nuestra provincia, desaparecen las típicas ristras de
pimientos secos que podemos ver en nuestros pueblos y que dan un sabor tan
característico a nuestros platos. O la tradicional colación con chocolate y
dulces del Viernes Santo que no se celebra en otros pueblos de alrededor.
Con los
productos de proximidad o de kilómetro 0, cultivados de forma ecológica en
nuestra vega (que tienen un sabor mucho más auténtico que lo que compramos en
el supermercado) y con nuestras recetas, en otros sitios, grandes cocineros
hacen alta cocina, mirando hacia su pasado.
Nuestra
gastronomía surge principalmente de la ganadería y de la agricultura, agri y
cultura. Es nuestra forma de ver el mundo, es nuestra historia, es la forma en
la que hemos afrontado la supervivencia de generación en generación a lo largo
de los siglos. Y todo ello es algo exclusivo, nuestro, de igual forma que en
otros lugares tienen otros productos y tradiciones.
Nos
sorprendemos cuando vemos a los británicos tomar embutidos y huevos en opíparos
desayunos. Sin embargo, desconocemos que nuestros abuelos desayunaban gachas y
migas antes de irse a trabajar o que tomaban olla con carne o tocino mientras
estaban segando en el Cerrajón.
Los
niños de hoy son aficionados a programas de televisión sobre cocina pero quizá
no han amasado y aliñado lo suficiente con sus abuelas.
De comidas
hablan los libros de viajes, los libros de historia o las obras literarias.
Nuestro paisano Pedro Antonio de Alarcón recoge en su libro El sombrero de
tres picos los productos que se recogían hace exactamente ciento cincuenta
años y que nos siguen siendo familiares:
lo que daba el tiempo, ora habas verdes, ora cerezas y
guindas, ora lechugas en rama y sin sazonar, que están muy buenas cuando se las
acompaña de macarros de pan de aceite; […], ora melones, ora uvas de aquella
misma parra que les servía de dosel, ora rosetas de maíz, si
era invierno, y castañas asadas, y almendras, y nueces, y de vez en cuando, en
las tardes muy frías, un trago de vino de pulso (dentro ya de la casa y al amor
de la lumbre), a lo que por Pascuas se solía añadir algún pestiño, algún mantecado,
algún rosco o alguna lonja de jamón alpujarreño.
La
gastronomía local es tan patrimonio como un monumento o un acontecimiento
histórico. Y hay unas preguntas que quiero compartir con vosotros: ¿Conocemos
nuestras recetas típicas? ¿Las cocinamos? ¿Están en vías de desaparición? Creo
que es difícil encontrar gente menor de cincuenta años que sepa cocinar
nuestras recetas. Me temo que muchas recetas se han perdido o solo quedan en la
memoria frágil de las abuelas, que guardan esos secretos culinarios y cocinan
para sus familias con mucho amor.
Ya en el siglo
XIX la escritora Emilia Pardo Bazán puso por escrito lo que muchos pensamos:
“Cada nación tiene el deber de conservar lo que la diferencia, lo que forma
parte de su modo de ser peculiar”. Cada nación y cada pueblo. Este abandono,
como ocurre en otros campos, es una pérdida de identidad total, un desprecio a
nuestra cultura, a nuestro patrimonio y a nuestra historia. Está bien estar
abiertos al mestizaje, a otros sabores y costumbres, pero si perdemos lo
nuestro, nadie lo recuperará. Quizá una libreta en mano y una conversación con
las mujeres mayores de nuestro pueblo o de nuestra casa sea el primer paso.
La comida es
compartir, es vivir con nuestra gente, es recordar momentos de disfrute y
encuentro, de infancia y juventud, de fiestas, de risas, de amistad en torno a
una tapa, una comida, un dulce o un vaso de sangría. Que no nos falten esos
momentos donde reside la mayor de las riquezas.
¡Buen
provecho!