Acaba de pasar el ecuador del quince de agosto, una fecha y un mes que no dejan indiferente a casi nadie. Cuando las vacaciones rompen nuestras rutinas se producen alteraciones positivas y negativas a las que hay que adaptarse. Pueden ser de todo tipo: físicas, psíquicas, sociales, familiares, profesionales,... Es también el momento de encauzar el futuro, de reconducir el camino y de encontrarnos con nosotros mismos.
Pero es en el encuentro y en el reencuentro, en ese pequeño detalle del prefijo re-, donde quiero poner la atención.
En verano se suelen producir las vueltas a los lugares habituales de vacaciones y a los pueblos de origen. Y sin gran esfuerzo nos reencontramos con paisanos y gente conocida.
Hay reencuentros insustanciales o tediosos que están modelados más por las relaciones familiares, la cortesía social y el mundo de las apariencias que por el deseo de compartir tiempo con alguien.
Pero otras veces los encuentros, esperados o no, hacen palpitar el corazón y llevan a un pasado compartido, a los recuerdos de infancia y adolescencia o a experiencias imborrables.
Hay impulsos inconscientes que hacen que determinadas personas nos atraigan, produzcan admiración y coincidencia en la forma de ver la vida. Volver a ver a esas personas nos conmueve y produce una alegría inconmensurable.
Por otra parte, mayoritariamente en los pueblos ocurre el fenómeno de que solo por pertenecer a una familia, de ser hijo de, hermano de,... se abren las puertas y el corazón.
En estos casos no importa el tiempo que lleven sin verse. A veces no es necesario ese contacto diario que permite la tecnología actual. El tiempo se congela y se vuelve a un pasado lejano “como si fuera ayer”.
Suele pasar que cuando recorremos una distancia corta podemos encontrarnos, saludar, interesarnos o que se interesen por nosotros un buen puñado de personas. Estas continuas paradas provocan sorpresa a aquellos acompañantes poco acostumbrados a estas rutinas.
Como dice mi admirado Andrés Ortiz Tafur: “Si estos reencuentros ocurren en fiestas, recibimos y damos los besos y abrazos de todo el año en tres o cuatro días”.
Esto es pueblo, es comunidad, es hermandad, es humanidad.
A veces el encuentro va también acompañado de algún pequeño obsequio, normalmente productos caseros o de la huerta (huevos, pimientos, tomates, frutas, carne,...) con los que ofrecen lo que ellos mismos han criado o cultivado. Son detalles en apariencia poco glamourosos pero de una calidad y un valor insuperables. Son regalos que saben a gloria y con los que los vecinos dan lo mejor que tienen.
En un mundo en el que todo hay que pagarlo y cuanto más vale, más importancia le damos, estas situaciones, estos reencuentros especiales no tienen precio.
A veces estas casualidades, además de transportar al pasado y alegrar el presente, quizá puedan cambiar el rumbo del futuro.
En cualquier caso, cuando cerramos la maleta del verano ya esperamos las sorpresas del verano siguiente. Como escribió Dickens: El dolor de separarse no es nada comparado a la alegría de reencontrarse.
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