Entre el ajetreo de la mañana, el
buzón abría su boca al mundo todos los días. Por él se
precipitaban, como si de un barranco lúgubre y sinuoso se tratara,
los asuntos importantes que debían escapar del pueblo en una saca
parda y áspera a la hora de la siesta. Pero antes de marchar, se
llevaban incrustados en su piel de papel la divisa marcada con el
acompasado ritmo del grasiento y zaino matasellos.
En
el otro extremo, un desvencijado postigo comunicaba con la oficina de
correos. El pequeño y húmedo habitáculo encerraba entre sus
paredes todos los colores, alegrías y penas que podía deparar la
vida: giros del padre emigrado al extranjero, pensiones de
beneficencia, refrescantes postales veraniegas, entrañables cartas
manuscritas, publicidad barnizada de otra época, fotos de la jura de
bandera del hijo, periódicos inabarcables o pasteles de Navidad en
pegajosos paquetes entreabiertos.
En
la mesa, bajo el hule con el mapa de España, se guardaban celosos,
sobres y documentos, garabatos y firmas misteriosas, huellas
dactilares y tarjetas de boda. Y el calor del brasero de la mesa
camilla lo envolvía todo con la tranquilidad y la ternura con la que
el cartero y su mujer abrazaban el oficio cada mañana. El oficio de
clasificar cartas, noticias, mensajes, palabras. Por barrios, por
calles, por casas, por vidas. El oficio ritual de desentrañar la
rutina de los lugareños de un pequeño pueblo entre el valle y la
sierra.
Por
el marco de la ventanilla desfilaban cada día estampas variopintas
con sus trajines y sus recados: viejas enlutadas y plañideras,
parejas de novios ilusionados e inexpertos, funcionarios ávidos de
burocracia o agricultores con manos sarmentosas. Todos llevaban y
traían algo, esperaban, firmaban, se sorprendían, se quejaban o se
alegraban, en un ir y venir interminable.
Todo
esto, desde un rincón, bajo la prohibición de no tocar ni romper
nada, sentada en su silla de enea, lo miraba y lo aprehendía con
ojos grandes e inocentes, una niña.
Fallo del jurado
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