Según el balance del último minuto, el año ha tenido de todo. Ha sido
largo, tedioso, lleno de imprevistos y decepciones... De todo menos
fácil. Otro año clavado frente a los apuntes para terminar suspendiendo
las oposiciones. Sentado en el autobús de línea miro a través de la
ventana y no veo el paisaje lleno de verdor fruto de una primavera
demasiado larga sino que me veo a mí. Mi piel pálida, casi transparente,
y mis ojeras, que oscurecen el cristal, mientras el autobús se arrastra
lentamente con movimientos espasmódicos cruzando todos los pueblos
desde la ciudad hasta mi pequeña aldea de pescadores.
Me
miro con ojos desabridos, pienso y planifico. Después de este año, habrá
que descansar, habrá que reinventarse. Cierro una etapa y el verano
tampoco ofrece las mejores expectativas. Tengo que ayudar en el bar, mis
padres además están cada vez más mayores, casi ancianos, y más
cansados. Vienen los turistas y hay que hacer el agosto. Horas y horas,
camarero de mesa en mesa y de sol a sol. Pescado fresco, del barco a la
mesa. Boquerones, jibia, salmonetes, puntillitas, gamba roja, cazón en
adobo, chanquetes, calamares... canto todos los días una y mil veces. Y
así irán marchando tapas y raciones, primeras y segundas... Para al día
siguiente volver a empezar: pescado fresco, del barco a la mesa. Así es
el verano que me espera.
Hay que... Tengo que... Una vida llena de
perífrasis de obligación. Lo bueno es que en el paraíso siempre
encuentras excepciones y sorpresas. Todo cambia, todo es nuevo cada día,
a cada momento. Llega alguien especial, ratos de risas con los
compañeros a pesar del cansancio, charlas con los viejos pescadores...
¿Qué me deparará este verano?, pienso mientras me revuelvo en el asiento
como animal inquieto.
El autobús corona las últimas curvas antes
de descender hacia la costa. Cuando el mar aparece ante mis ojos y la
silueta del horizonte inabarcable me deslumbra, hay algo que tengo
claro. Pase lo que pase, siempre disfrutaré de mi momento mágico.
Sé
que llegaré al viejo cobertizo que hay junto al chiringuito, soltaré
todo, recibiré abrazos con sabor a mar, tendré que dar alguna
explicación, echaré un vistazo alrededor y en cuanto pueda...
En
cuanto pueda me escaparé a mi espigón. Correré con todas mis fuerzas
hasta el final, como he hecho desde niño, como si fuera un atleta
llegando a la meta o un avión a punto de despegar. La brisa desordenará
mis cabellos y refrescará los poros de mi piel. Y así llegaré, sudoroso y
agitado, hasta un rincón único, casi secreto, más allá de las últimas
piedras. El lugar donde la soledad y la magia me acunan. Mi rincón.
Allí
me sentaré y miraré las olas mientras se detiene el tiempo. Me quedaré
inmóvil hasta que llegue el momento preciso y el sol se coloque en el
ángulo exacto. Y entonces miles de estrellas empezarán a brillar
saltarinas y alegres con ritmo acompasado y constante sobre el telón de
fondo del agua. Nenúfares de luz en éxtasis que se sumergen y vuelven a
renacer, fabricando olas incandescentes, eternas, fugaces. Sin orilla
posible que buscar, sin puerto al que arribar, sin Ítaca, sin origen,
sin destino. No necesitan nada para ocuparlo todo, siempre en
vanguardia, siempre en alta mar, sin maraña de algas, sin arena, sin
rompeolas, visibles e invisibles, solo para quien sabe mirar. Y se
fundirá la noche y el día, el cielo y el mar. Y todo será azul. Un azul
infinito traspasado por la luz. Y así será, como siempre, el saludo, la
acogida, la bienvenida inefable del mar.
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