BUEN VIAJE, MAESTRO
Las vacaciones de verano son época de viajes. Y en este verano el gran maestro de la música, el mito sencillo y discreto, Ennio Morricone, ha hecho su viaje definitivo. A los que, casi con su misma edad, nos quedamos aquí nos ha hecho viajar muchas veces a través de su música, en el tiempo y en el espacio. Viajar y soñar. Soñar y viajar. Menuda conjunción.
Hoy, con tristeza y nostalgia, desde el rincón tranquilo de mi vejez, me he puesto a pensar. Después de tantas melodías, de tanto fotograma enlazado con sus acordes, de tantas entrevistas en las que un abuelo de sonrisa bonachona desgrana su visión del mundo basado en la comunicación con el otro a través del arte, el trabajo, la espiritualidad, el apego a sus raíces romanas por encima de los oropeles americanos; después de tanto amor hecho música,… en estos momentos, como cuando algo o alguien desaparece para siempre, pienso en lo que he perdido o no he aprovechado suficientemente.
A pesar de mis muchos años y de haberlo admirado desde siempre, nunca fui a ninguno de sus conciertos. Me hubiera gustado haber asistido a un concierto en el que él hubiera dirigido algunas de sus grandes obras maestras, esas que empiezas a tararear y se mezclan con cientos de imágenes en mi cabeza. Quizá en Roma, en Lucca, en el Arena de Verona, o en la Scala de Milán. Y haber llegado corriendo y nerviosa desde el Duomo cruzando la brillante Galería de Víctor Manuel hasta la coqueta y poco iluminada Piazza della Scalla, como si hubiera quedado allí con un amor secreto.
Y me he animado a seguir imaginando. Es gratis, y a mi edad, más aún. Me he visto como una chica joven que por milagros del azar consigue unas preciadas entradas a través de Internet. Y con mucha alegría las comparte con su novio, con sus amigas, con quien ella prefiera. Y en esta nebulosa de buena suerte se decide a viajar por una Italia que la lleva hasta Morricone. Es una luminosa primavera y cambia con facilidad de aviones a barcos, de barcos a trenes. Recorre Milán, Bérgamo, Lago di Como, Bellagio, Varenna,… con las entradas en la mochila. Finamente se reúne con su gente y terminan el recorrido en un desvencijado coche con el que sortean alegres las salidas de la concurrida autovía que rodea la ciudad.
Mira las entradas y ni siquiera ha conseguido buena localización. Eso lo deja para los privilegiados. A pesar de eso, ella se siente inmensamente afortunada. Eran los últimos asientos, las últimas entradas. No le importa asistir al concierto prestando más atención a la pantalla que a la diminuta realidad o seguir al maestro a través de unos binoculares. Solo necesita asistir a este momento sagrado, cerrar los ojos y escuchar. Por una vez en su vida, conseguirá respirar el ambiente de miles de almas convertidas en una sola gracias a la mano del maestro de frágil figura.
Continúo con la quimera que me entretiene en este día caluroso de verano. Me he imaginado llegando a un inmenso edificio, con gran alboroto de gente arreglada para la ocasión. Nos hemos movido con la torpeza de estar en un sitio desconocido, con cuidado de no perdernos y encontrar en algún momento nuestra cola, pasillo o asiento. Me he visto atolondrada y despistada en unos ascensores en los que se respira la alegría y el deseo de disfrutar de la magia inmarcesible de Morricone. Momentos después, nuestros ojos se han quedado embelesados ante la inmensidad de los grandes recintos, ante el lleno absoluto y las mariposas en el estómago de los momentos previos. Por fin, ocupamos con regocijo nuestros asientos.
Y entonces, como he leído en las crónicas de los periódicos y como se puede ver y he visto de forma repetitiva en vídeos de Youtube, hubiera salido Morricone, con la pesadez y la solemnidad
de los años, deslumbrado por los focos y ayudado por alguien de su confianza que le ayuda a ubicarse en medio del cosmos del escenario. Un cosmos formado por doscientas estrellas con voces e instrumentos a la espera de que el demiurgo les infunda vida.
Entorno los ojos y lo puedo ver con nitidez. El público en pie lo acoge calurosamente y después se prepara para el inicio de la liturgia en silencio sepulcral cuando el maestro ocupa su asiento. Empieza el desfile de carpetas de colores que nos transporta al lejano Oeste, a la Italia profunda, a sumergirnos en las cataratas de Iguazú o a cabalgar por los eriales del sur de España. Una sucesión mágica de viajes y fantasías hechos de melodías y fotogramas. A través de sus creaciones oigo a otros músicos. En estos instrumentos escucho las melodías y los sonidos del mundo: armónicas, látigos, espuelas, silbidos, cadenas. Con suavidad o con nervio. Con la sutileza desnuda de los solistas o con la abrumadora energía colectiva.
Y en medio de esa atenta oscuridad, lo sé, hubiera mirado de reojo hacia los lados. El disfrute de los demás y yo regodeándome en mi asiento como una estrella fugaz solitaria en medio del universo.
Y así, los momentos de recogimiento van alternando con ovaciones, con ansias de volver a escuchar fragmentos memorables,… lo mismo que el agua cambia su curso entre remansos y cascadas antes de llegar al mar.
En algún momento, habría salido de mi éxtasis musical para hacer algunos comentarios en voz baja. Alguien hubiera tarareado casi en silencio la música de “Los odiosos ocho” o de “Malditos bastardos” de mi admirado Tarantino. Sé quién hubiera adivinado que la carpeta verde era la de “La misión”. Sé quién hubiera dejado escapar unas cuantas lagrimillas. Sé quién hubiera cogido mis manos con ternura.
La limpieza del sonido, la inmensidad de un coro apabullante y atronador, la brillantez melódica de las solistas,… todo articulado desde la batuta lenta, sensible y experimentada de Morricone, como si fuera un Gepetto en su taller.
Y así hubiera transcurrido la velada hasta que el pianista abordara el inconfundible arpegio inicial en Si bemol de mi adorado “Cinema Paradiso”. Después, los solos de clarinete, flauta y violín se hubieran ido clavando en mi alma una vez más recordándome todos los matices de alegrías y penas que la vida ofrece. Sobra el recinto, sobra el público, sobran las cuatrocientas o quinientas composiciones, sobran los Oscar nominados o ganados,... Todo hubiera sido suficiente solo con el “Tema de amor”, solo con el amor.
Según Youtube y según mi imaginación, todas las ovaciones finales son inolvidables. Las veo enteras, hasta el último apagón de los focos. Qué placer, qué regalo me habría dado si alguna vez lo hubiera vivido, si hubiera ido dove il cuore mi porta. Con mi tablet en el regazo, en soledad ¿estoy riendo o estoy llorando? ¿o las dos cosas? ¡Ay del tiempo perdido! Con lo fácil que es ahora. Me lo cuenta mi nieta. Y yo lo hubiera hecho igual. Pulsar Intro, aunque sea de forma inconsciente y temeraria, y atreverse a comprar unas entradas en el fin del mundo. Y voilà, dejarse llevar, hacer kilómetros, cambiar turnos, liar y desliar el equipaje y la maraña de la vida por un rato de disfrute en directo con usted y su música, señor Morricone.
Cierro la tapa de la tablet y me sonrío con ternura. Qué ironía. Ahora sí que lo esperan los ángeles, los de verdad, más allá de América y sus galas con alfombra roja. En el cielo ya están afinando y esperando. Buen viaje, maestro.
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