Relato de Navidad y cuentos de invierno, Ideal 24 de diciembre de 2020
VOLVER A EMPEZAR
Amanece un día único. Un día más. Y no lo digo con el tono descuidado o quejumbroso de antes. Todo lo contrario. He pasado muchos de forma desapercibida, pero ahora soy consciente de lo que vale un día. Aún estoy muy asustado y tembloroso, a pesar de mis constantes progresos. Se agolpan las llamadas de teléfono a las que contesto emocionado y agradecido, aunque casi sin poder balbucear palabras. Después de varias semanas de hospital y algunas de UCI no sé qué contestar cuando me hacen preguntas triviales. Vengo de otro mundo, que desde fuera es imposible imaginar. Me he quedado paralizado como si una ola de frío hubiera atravesado mis entrañas. Más allá del virus y de todo lo que conlleva, he tenido tiempo, demasiado tiempo. Infinitas horas para pensar, para valorar, para añorar. Sin apenas contacto con el exterior, mis sesenta años han pasado por mi mente cuando abandoné el respirador y la sedación. Cada pitido de los monitores ha sido un aviso, un resorte en mi vida. Unas veces desvelado, otras dormitando. Pero siempre con angustia y desasosiego. En medio de una nebulosa he dudado como Segismundo si era yo o era un sueño, si más allá de los cables y aparatos mi respiración me indicaba que estaba todavía vivo y no muerto.
Viendo las huestes de sanitarios afanarse en salvar vidas, han desfilado ante mis ojos todos mis fantasmas y mis muchos años desperdiciados a veces en asuntos banales. Para mi sorpresa, no sé por qué he añorado tanto mi pueblo. Tenía todas las vivencias anestesiadas y ahora han ido apareciendo recuerdos y costumbres, paisaje y paisanaje como si fueran los capítulos de un libro. De mi libro.
Salí de allí hace muchos años, como la mayoría de mi generación. Nuestros padres se empeñaban en que estudiáramos y huyéramos de la miseria de la tierra y de la incertidumbre de las cosechas. No querían para nosotros el frío y las manos encalladas de la recogida de la aceituna ni los sudores estivales de la siega. Veían en la ciudad, la estabilidad, el renombre, el futuro próspero más allá de sus frentes arrugadas. Así fue como me alejaron, como me alejé del agua cristalina que corre por un laberinto de acequias árabes, de las lavanderas cantarinas, de los molinos harineros, de las azadas ásperas y pesadas para fecundar la tierra.
Mirando al techo de la UCI he pronunciado nombres muchos años después como si estuviera aprendiendo a hablar: Aúte, Berral, Zalabí, Chiribaile, Era Alta, Cuñana, Llano Planta, Solanilla, Cerro Grande, Monterón. Ligados a sus nombres he pasado horas enlazando recuerdos y vivencias.
He acariciado las suaves curvas de la sierra repartiendo vida por regatas y bancales. He anhelado el azul intenso del cielo, la brisa de las alamedas y los enigmáticos maizales. Qué inolvidable es el brillo de la nieve en noches de luna llena. Los juegos infantiles por calles y plazas. Mis guantes de lana mojados por los chupones y la nieve. Los campos de alfalfa y trigo. El horizonte bordado de pinares. La tierra rojiza formando barrancos y cuevas. Las risas de los vecinos al fresco de las noches de verano o al calor de las lumbres de invierno. El desfile sin igual de sabores y olores a lo largo del año.
Las lágrimas resbalaban por mi piel hasta introducirse en mis oídos como un susurro estremecedor. La soledad y los cambios de ánimo me han hecho muy frágil. He oído agitación, trabajo incesante, silencios sin respuesta, entradas y salidas de camillas con vida, con muerte, con vidas al borde del abismo.
He querido volver a ser niño y que mi madre me arregle, me dé un trozo de pan con chocolate y me mande a la escuela, a las matanzas, a los aguinaldos, a comprar leche, al jueves ladrero. ¡Cuánta nostalgia!
Estaba tan sensible. Tiré del hilo de mi infancia para poder salvarme del laberinto del hospital y del invisible Minotauro. Los buenos recuerdos me distraían en los picos febriles y me calmaban el dolor muscular, aunque a veces las cefaleas, los vómitos y la tos asfixiante se convertían en inseparables compañeros de viaje.
¡Qué lejanos recuerdos! Muchas veces he querido volver con tranquilidad, pero al final, por uno u otro motivo, lo he ido posponiendo. Siempre he ido con prisas, por trámites, entregado a la rutina. ¿Cuánto me habré perdido? ¿Cuánto de lo de entonces quedará?
Se acerca la Navidad. He recordado a mi paisano Pedro Antonio de Alarcón, al niño Perico, que evocó las Pascuas de su infancia en “La Nochebuena del poeta”. He buscado el libro en mi casa y he releído palabras eternas:
«En un rincón hermoso
de Andalucía
hay un valle risueño...
¡Dios lo bendiga!
Que en ese valle
tengo amigos, amores,
hermanos, padres.»
Y después de tantos años me gustaría volver en estas fechas. Este año será distinto. No saldré de casa y solamente podré mirar a través de la ventana. Mi mente ya lo está preparando. Sé que me temblarán las piernas igual que nubes bamboleantes que saldrán a recibirme a la autovía. Esa será la primera señal. Y después, en un punto exacto, al doblar una curva, se empezará a ver la cumbre nevada de la sierra y esto abrirá las puertas del valle. El valle del río Verde, el valle del río Wadi Ash, el valle del río de la vida.
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