sábado, 23 de noviembre de 2024

In vino veritas

 Accésit X Certamen de Relatos Cortos  Cursos UNED Alcalá la Real, Jaén 2024

Noticia del fallo del jurado







IN VINO VERITAS

La cata prevista para esa noche no presentaba ningún atractivo especial. Restaurante tradicional, decoración glamourosa, lámparas de cristal y asientos palaciegos. Nada nuevo en el último tercio de siglo.

Aunque no me apetecía demasiado contar otra vez mi historia, la amistad con el sumiller me impedía declinar una invitación que había agendado muchos meses atrás. Me puse gomina y elegí la camisa blanca de lino para verme mejor ante el espejo y animarme un poco. Era una de las noches más esperadas entre los amantes del vino en la elegante ciudad sureña. El boca a boca, las publicaciones, los premios, otras catas anteriores, … hacían que cada vez mi presencia tuviera mayor demanda.

El coqueto salón estaba atestado. Desde mi posición, no podía ver con claridad a todos los expectantes catadores. Ellos estaban preparados con varias copas, bolígrafo y hoja sobre un pequeño mantelito individual, ansiosos ante el comienzo de la cata.

Tras las presentaciones habituales, hice un recorrido por la historia de la bodega. Bueno, realmente, relaté mi historia. Mi infancia en la sierra, donde mis padres me dejaban cada verano en la venta de mis abuelos y me recogían dos meses después con muchas magulladuras y algunas experiencias cruciales a la espalda. El paisaje que me enamoró cuando era un chaval y al que volví porque tenía las condiciones de temperatura y humedad idóneas para obtener los mejores vinos. Y además, ¡qué carajo!, era mi pueblo.

Me alargué disertando sobre el proceso de la vendimia, la fermentación, los análisis enológicos, las variedades, las añadas, las características organolépticas, la barrica de roble americano, el coupage,… Hablar de la vendimia me gustaba pero más que contarlo, lo que me encantaba era vivirlo. Madrugar y amanecer en la viña con todo el despliegue de colores y sensaciones, ver crecer los primeros sarmientos, el cuidado de las podas, el abrazo a los troncos retorcidos que me conecta a las raíces, a la tierra, a lo más profundo de mi ser. Y también los buenos ratos con los hombres, la alegría del trabajo, las charlas mientras apuntan con los afilados tranchetes en el sitio exacto y van llenando cajas y espuertas de miles de racimos que después se convertirán en el jugoso néctar. Los recuerdos con mis abuelos: pisar la uva en el lagar y ver cómo mis pequeños pies se iban arrugando entre la explosión de gajos brillantes y pegajosos; el sonido del vino cuando cantaba y chisporroteaba dentro de la cueva. “Oye, Miguel, oye, está hirviendo el vino” -me decía mi abuela. Otros días tocaba extraer el mosto, trasegar y demás faenas, que me envolvían en aromas, olores y sabores que casi me hacían perder el sentido. Después vinieron los ardientes paseos de enamorados entre las viñas y sus promesas infinitas.

Al término de mi perorata, se inició la cata y todos empezaron a mirar, oler y probar los vinos. Observaban el cuerpo del vino, cómo este se deslizaba en forma de lágrimas por las copas. Aguzaban los sentidos, comentaban sobre la maduración, el grado de acidez o la concentración de azúcares, degustaban y tomaban notas sobre la personalidad de los distintos caldos. Que si afrutado, joven, intenso, madera, espumoso, … Y así, con el ritmo con que se fueron descorchando botellas y el vino volaba por el decantador, nos fuimos bebiendo la noche. Pero había en mí una sensación agridulce. Hablar del pasado me dejaba un regusto amargo. Muchos éxitos y buenos recuerdos pero los malos pesaban demasiado.

Cuando terminó la cata, algunos se acercaron para despedirse, felicitarme y hacerme las últimas preguntas, compraron más botellas y se fueron marchando mientras la embriaguez dejaba un reguero de dulce confusión en el ambiente.

Por último, se acercó una mujer vestida de rojo. La había visto a lo lejos, en la penumbra, aunque no me había fijado en ella. Se acercó con seguridad y con una copa de vino tinto en la mano. El cansancio y el vino me tenían aturdido. Cuando la reconocí, cuando la delataron sus labios inconfundibles, ya era demasiado tarde. Sin dejarme tiempo para reaccionar, me sonrió cínicamente, levantó su copa de vino tinto y, en una décima de segundo, lanzó su contenido con toda la ira posible sobre mi cara y sobre mi camisa blanca. Y salió con paso firme del restaurante, dejándome convertido en un absurdo maniquí marmóreo.

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