Accésit X Certamen de Relatos Cortos Cursos UNED Alcalá la Real, Jaén 2024
IN VINO VERITAS
La cata prevista para esa noche no presentaba ningún
atractivo especial. Restaurante tradicional, decoración glamourosa, lámparas de
cristal y asientos palaciegos. Nada nuevo en el último tercio de siglo.
Aunque no me apetecía demasiado contar otra vez mi
historia, la amistad con el sumiller me impedía declinar una invitación que
había agendado muchos meses atrás. Me puse gomina y elegí la camisa blanca de lino
para verme mejor ante el espejo y animarme un poco. Era una de las noches más
esperadas entre los amantes del vino en la elegante ciudad sureña. El boca a
boca, las publicaciones, los premios, otras catas anteriores, … hacían que cada
vez mi presencia tuviera mayor demanda.
El coqueto salón estaba atestado. Desde mi posición,
no podía ver con claridad a todos los expectantes catadores. Ellos estaban
preparados con varias copas, bolígrafo y hoja sobre un pequeño mantelito
individual, ansiosos ante el comienzo de la cata.
Tras las presentaciones habituales, hice un recorrido
por la historia de la bodega. Bueno, realmente, relaté mi historia. Mi infancia
en la sierra, donde mis padres me dejaban cada verano en la venta de mis
abuelos y me recogían dos meses después con muchas magulladuras y algunas
experiencias cruciales a la espalda. El paisaje que me enamoró cuando era un
chaval y al que volví porque tenía las condiciones de temperatura y humedad
idóneas para obtener los mejores vinos. Y además, ¡qué carajo!, era mi pueblo.
Me alargué disertando sobre el proceso de la vendimia,
la fermentación, los análisis enológicos, las variedades, las añadas, las
características organolépticas, la barrica de roble americano, el coupage,… Hablar
de la vendimia me gustaba pero más que contarlo, lo que me encantaba era
vivirlo. Madrugar y amanecer en la viña con todo el despliegue de colores y
sensaciones, ver crecer los primeros sarmientos, el cuidado de las podas, el
abrazo a los troncos retorcidos que me conecta a las raíces, a la tierra, a lo
más profundo de mi ser. Y también los buenos ratos con los hombres, la alegría
del trabajo, las charlas mientras apuntan con los afilados tranchetes en el
sitio exacto y van llenando cajas y espuertas de miles de racimos que después
se convertirán en el jugoso néctar. Los recuerdos con mis abuelos: pisar la uva
en el lagar y ver cómo mis pequeños pies se iban arrugando entre la explosión
de gajos brillantes y pegajosos; el sonido del vino cuando cantaba y
chisporroteaba dentro de la cueva. “Oye, Miguel, oye, está hirviendo el vino”
-me decía mi abuela. Otros días tocaba extraer el mosto, trasegar y demás faenas,
que me envolvían en aromas, olores y sabores que casi me hacían perder el
sentido. Después vinieron los ardientes paseos de enamorados entre las viñas y
sus promesas infinitas.
Al término de mi perorata, se inició la cata y todos
empezaron a mirar, oler y probar los vinos. Observaban el cuerpo del vino, cómo
este se deslizaba en forma de lágrimas por las copas. Aguzaban los sentidos,
comentaban sobre la maduración, el grado de acidez o la concentración de
azúcares, degustaban y tomaban notas sobre la personalidad de los distintos
caldos. Que si afrutado, joven, intenso, madera, espumoso, … Y así, con el ritmo
con que se fueron descorchando botellas y el vino volaba por el decantador, nos
fuimos bebiendo la noche. Pero había en mí una sensación agridulce. Hablar del
pasado me dejaba un regusto amargo. Muchos éxitos y buenos recuerdos pero los
malos pesaban demasiado.
Cuando terminó la cata, algunos se acercaron para despedirse,
felicitarme y hacerme las últimas preguntas, compraron más botellas y se fueron
marchando mientras la embriaguez dejaba un reguero de dulce confusión en el
ambiente.
Por último, se acercó una mujer vestida de rojo. La
había visto a lo lejos, en la penumbra, aunque no me había fijado en ella. Se
acercó con seguridad y con una copa de vino tinto en la mano. El cansancio y el
vino me tenían aturdido. Cuando la reconocí, cuando la delataron sus labios
inconfundibles, ya era demasiado tarde. Sin dejarme tiempo para reaccionar, me
sonrió cínicamente, levantó su copa de vino tinto y, en una décima de segundo,
lanzó su contenido con toda la ira posible sobre mi cara y sobre mi camisa
blanca. Y salió con paso firme del restaurante, dejándome convertido en un
absurdo maniquí marmóreo.
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