sábado, 26 de diciembre de 2020

Cómo escribir haikus

Con este vídeo os animo a acercaros a la escritura literaria, concretamente al haiku japonés. 


 

Cómo usar Ebiblio

 He grabado este vídeo para ayudar a manejar una aplicación muy interesante del Ministerio de Cultura para poder acceder a libros, revistas, audiolibros,... de forma legal y gratuita. 



Presentación del libro "Días de perros" de Manuel Molina González


El pasado 4 de mayo de 2018 tuve el honor de presentar el poemario "Días de perros" del escritor cordobés Manuel Molina González en la lonja de de la Diputación con motivo de la Feria del libro de Jaén.

 Ediciones En huida: información sobre el autor y la obra   

jueves, 24 de diciembre de 2020

VOLVER A EMPEZAR

 Relato de Navidad y cuentos de invierno, Ideal 24 de diciembre de 2020 


VOLVER A EMPEZAR

Amanece un día único. Un día más. Y no lo digo con el tono descuidado o quejumbroso de antes. Todo lo contrario. He pasado muchos de forma desapercibida, pero ahora soy consciente de lo que vale un día. Aún estoy muy asustado y tembloroso, a pesar de mis constantes progresos. Se agolpan las llamadas de teléfono a las que contesto emocionado y agradecido, aunque casi sin poder balbucear palabras. Después de varias semanas de hospital y algunas de UCI no sé qué contestar cuando me hacen preguntas triviales. Vengo de otro mundo, que desde fuera es imposible imaginar. Me he quedado paralizado como si una ola de frío hubiera atravesado mis entrañas. Más allá del virus y de todo lo que conlleva, he tenido tiempo, demasiado tiempo. Infinitas horas para pensar, para valorar, para añorar. Sin apenas contacto con el exterior, mis sesenta años han pasado por mi mente cuando abandoné el respirador y la sedación. Cada pitido de los monitores ha sido un aviso, un resorte en mi vida. Unas veces desvelado, otras dormitando. Pero siempre con angustia y desasosiego. En medio de una nebulosa he dudado como Segismundo si era yo o era un sueño, si más allá de los cables y aparatos mi respiración me indicaba que estaba todavía vivo y no muerto. 

Viendo las huestes de sanitarios afanarse en salvar vidas, han desfilado ante mis ojos todos mis fantasmas y mis muchos años desperdiciados a veces en asuntos banales. Para mi sorpresa, no sé por qué he añorado tanto mi pueblo. Tenía todas las vivencias anestesiadas y ahora han ido apareciendo recuerdos y costumbres, paisaje y paisanaje como si fueran los capítulos de un libro. De mi libro.

Salí de allí hace muchos años, como la mayoría de mi generación. Nuestros padres se empeñaban en que estudiáramos y huyéramos de la miseria de la tierra y de la incertidumbre de las cosechas. No querían para nosotros el frío y las manos encalladas de la recogida de la aceituna ni los sudores estivales de la siega. Veían en la ciudad, la estabilidad, el renombre, el futuro próspero más allá de sus frentes arrugadas. Así fue como me alejaron, como me alejé del agua cristalina que corre por un laberinto de acequias árabes, de las lavanderas cantarinas, de los molinos harineros, de las azadas ásperas y pesadas para fecundar la tierra.  

Mirando al techo de la UCI he pronunciado nombres muchos años después como si estuviera aprendiendo a hablar: Aúte, Berral, Zalabí, Chiribaile, Era Alta, Cuñana, Llano Planta, Solanilla, Cerro Grande, Monterón. Ligados a sus nombres he pasado horas enlazando recuerdos y vivencias.

He acariciado las suaves curvas de la sierra repartiendo vida por regatas y bancales. He anhelado el azul intenso del cielo, la brisa de las alamedas y los enigmáticos maizales. Qué inolvidable es el brillo de la nieve en noches de luna llena. Los juegos infantiles por calles y plazas. Mis guantes de lana mojados por los chupones y la nieve. Los campos de alfalfa y trigo. El horizonte bordado de pinares. La tierra rojiza formando barrancos y cuevas. Las risas de los vecinos al fresco de las noches de verano o al calor de las lumbres de invierno. El desfile sin igual de sabores y olores a lo largo del año. 

Las lágrimas resbalaban por mi piel hasta introducirse en mis oídos como un susurro estremecedor. La soledad y los cambios de ánimo me han hecho muy frágil. He oído agitación, trabajo incesante, silencios sin respuesta, entradas y salidas de camillas con vida, con muerte, con vidas al borde del abismo.

He querido volver a ser niño y que mi madre me arregle, me dé un trozo de pan con chocolate y me mande a la escuela, a las matanzas, a los aguinaldos, a comprar leche, al jueves ladrero. ¡Cuánta nostalgia!

Estaba tan sensible. Tiré del hilo de mi infancia para poder salvarme del laberinto del hospital y del invisible Minotauro. Los buenos recuerdos me distraían en los picos febriles y me calmaban el dolor muscular, aunque a veces las cefaleas, los vómitos y la tos asfixiante se convertían en inseparables compañeros de viaje. 

¡Qué lejanos recuerdos! Muchas veces he querido volver con tranquilidad, pero al final, por uno u otro motivo, lo he ido posponiendo. Siempre he ido con prisas, por trámites, entregado a la rutina. ¿Cuánto me habré perdido? ¿Cuánto de lo de entonces quedará?

Se acerca la Navidad. He recordado a mi paisano Pedro Antonio de Alarcón, al niño Perico, que evocó las Pascuas de su infancia en “La Nochebuena del poeta”. He buscado el libro en mi casa y he releído palabras eternas:

«En un rincón hermoso 

de Andalucía

hay un valle risueño...

¡Dios lo bendiga!

Que en ese valle

tengo amigos, amores,

hermanos, padres.»

 

Y después de tantos años me gustaría volver en estas fechas. Este año será distinto. No saldré de casa y solamente podré mirar a través de la ventana. Mi mente ya lo está preparando. Sé que me temblarán las piernas igual que nubes bamboleantes que saldrán a recibirme a la autovía. Esa será la primera señal. Y después, en un punto exacto, al doblar una curva, se empezará a ver la cumbre nevada de la sierra y esto abrirá las puertas del valle. El valle del río Verde, el valle del río Wadi Ash, el valle del río de la vida.

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Presentación del libro "La frontera de la tierra" de Francisco Plata

El pasado día 6 de marzo tuve el honor de participar en la presentación del libro "La frontera de la tierra" de Francisco Plata en el Hospital Real de la Caridad de Guadix.



"Buen viaje, maestro", en las Narraciones breves de Ideal 2020

Ideal, 12 de agosto de 2020 

BUEN VIAJE, MAESTRO

Las vacaciones de verano son época de viajes. Y en este verano el gran maestro de la música, el mito sencillo y discreto, Ennio Morricone, ha hecho su viaje definitivo. A los que, casi con su misma edad, nos quedamos aquí nos ha hecho viajar muchas veces a través de su música, en el tiempo y en el espacio. Viajar y soñar. Soñar y viajar. Menuda conjunción.
Hoy, con tristeza y nostalgia, desde el rincón tranquilo de mi vejez, me he puesto a pensar. Después de tantas melodías, de tanto fotograma enlazado con sus acordes, de tantas entrevistas en las que un abuelo de sonrisa bonachona desgrana su visión del mundo basado en la comunicación con el otro a través del arte, el trabajo, la espiritualidad, el apego a sus raíces romanas por encima de los oropeles americanos; después de tanto amor hecho música,… en estos momentos, como cuando algo o alguien desaparece para siempre, pienso en lo que he perdido o no he aprovechado suficientemente.
A pesar de mis muchos años y de haberlo admirado desde siempre, nunca fui a ninguno de sus conciertos. Me hubiera gustado haber asistido a un concierto en el que él hubiera dirigido algunas de sus grandes obras maestras, esas que empiezas a tararear y se mezclan con cientos de imágenes en mi cabeza. Quizá en Roma, en Lucca, en el Arena de Verona, o en la Scala de Milán. Y haber llegado corriendo y nerviosa desde el Duomo cruzando la brillante Galería de Víctor Manuel hasta la coqueta y poco iluminada Piazza della Scalla, como si hubiera quedado allí con un amor secreto.
Y me he animado a seguir imaginando. Es gratis, y a mi edad, más aún. Me he visto como una chica joven que por milagros del azar consigue unas preciadas entradas a través de Internet. Y con mucha alegría las comparte con su novio, con sus amigas, con quien ella prefiera. Y en esta nebulosa de buena suerte se decide a viajar por una Italia que la lleva hasta Morricone. Es una luminosa primavera y cambia con facilidad de aviones a barcos, de barcos a trenes. Recorre Milán, Bérgamo, Lago di Como, Bellagio, Varenna,… con las entradas en la mochila. Finamente se reúne con su gente y terminan el recorrido en un desvencijado coche con el que sortean alegres las salidas de la concurrida autovía que rodea la ciudad.
Mira las entradas y ni siquiera ha conseguido buena localización. Eso lo deja para los privilegiados. A pesar de eso, ella se siente inmensamente afortunada. Eran los últimos asientos, las últimas entradas. No le importa asistir al concierto prestando más atención a la pantalla que a la diminuta realidad o seguir al maestro a través de unos binoculares. Solo necesita asistir a este momento sagrado, cerrar los ojos y escuchar. Por una vez en su vida, conseguirá respirar el ambiente de miles de almas convertidas en una sola gracias a la mano del maestro de frágil figura.
Continúo con la quimera que me entretiene en este día caluroso de verano. Me he imaginado llegando a un inmenso edificio, con gran alboroto de gente arreglada para la ocasión. Nos hemos movido con la torpeza de estar en un sitio desconocido, con cuidado de no perdernos y encontrar en algún momento nuestra cola, pasillo o asiento. Me he visto atolondrada y despistada en unos ascensores en los que se respira la alegría y el deseo de disfrutar de la magia inmarcesible de Morricone. Momentos después, nuestros ojos se han quedado embelesados ante la inmensidad de los grandes recintos, ante el lleno absoluto y las mariposas en el estómago de los momentos previos. Por fin, ocupamos con regocijo nuestros asientos.
Y entonces, como he leído en las crónicas de los periódicos y como se puede ver y he visto de forma repetitiva en vídeos de Youtube, hubiera salido Morricone, con la pesadez y la solemnidad
de los años, deslumbrado por los focos y ayudado por alguien de su confianza que le ayuda a ubicarse en medio del cosmos del escenario. Un cosmos formado por doscientas estrellas con voces e instrumentos a la espera de que el demiurgo les infunda vida.
Entorno los ojos y lo puedo ver con nitidez. El público en pie lo acoge calurosamente y después se prepara para el inicio de la liturgia en silencio sepulcral cuando el maestro ocupa su asiento. Empieza el desfile de carpetas de colores que nos transporta al lejano Oeste, a la Italia profunda, a sumergirnos en las cataratas de Iguazú o a cabalgar por los eriales del sur de España. Una sucesión mágica de viajes y fantasías hechos de melodías y fotogramas. A través de sus creaciones oigo a otros músicos. En estos instrumentos escucho las melodías y los sonidos del mundo: armónicas, látigos, espuelas, silbidos, cadenas. Con suavidad o con nervio. Con la sutileza desnuda de los solistas o con la abrumadora energía colectiva.
Y en medio de esa atenta oscuridad, lo sé, hubiera mirado de reojo hacia los lados. El disfrute de los demás y yo regodeándome en mi asiento como una estrella fugaz solitaria en medio del universo.
Y así, los momentos de recogimiento van alternando con ovaciones, con ansias de volver a escuchar fragmentos memorables,… lo mismo que el agua cambia su curso entre remansos y cascadas antes de llegar al mar.
En algún momento, habría salido de mi éxtasis musical para hacer algunos comentarios en voz baja. Alguien hubiera tarareado casi en silencio la música de “Los odiosos ocho” o de “Malditos bastardos” de mi admirado Tarantino. Sé quién hubiera adivinado que la carpeta verde era la de “La misión”. Sé quién hubiera dejado escapar unas cuantas lagrimillas. Sé quién hubiera cogido mis manos con ternura.
La limpieza del sonido, la inmensidad de un coro apabullante y atronador, la brillantez melódica de las solistas,… todo articulado desde la batuta lenta, sensible y experimentada de Morricone, como si fuera un Gepetto en su taller.
Y así hubiera transcurrido la velada hasta que el pianista abordara el inconfundible arpegio inicial en Si bemol de mi adorado “Cinema Paradiso”. Después, los solos de clarinete, flauta y violín se hubieran ido clavando en mi alma una vez más recordándome todos los matices de alegrías y penas que la vida ofrece. Sobra el recinto, sobra el público, sobran las cuatrocientas o quinientas composiciones, sobran los Oscar nominados o ganados,... Todo hubiera sido suficiente solo con el “Tema de amor”, solo con el amor.
Según Youtube y según mi imaginación, todas las ovaciones finales son inolvidables. Las veo enteras, hasta el último apagón de los focos. Qué placer, qué regalo me habría dado si alguna vez lo hubiera vivido, si hubiera ido dove il cuore mi porta. Con mi tablet en el regazo, en soledad ¿estoy riendo o estoy llorando? ¿o las dos cosas? ¡Ay del tiempo perdido! Con lo fácil que es ahora. Me lo cuenta mi nieta. Y yo lo hubiera hecho igual. Pulsar Intro, aunque sea de forma inconsciente y temeraria, y atreverse a comprar unas entradas en el fin del mundo. Y voilà, dejarse llevar, hacer kilómetros, cambiar turnos, liar y desliar el equipaje y la maraña de la vida por un rato de disfrute en directo con usted y su música, señor Morricone.
Cierro la tapa de la tablet y me sonrío con ternura. Qué ironía. Ahora sí que lo esperan los ángeles, los de verdad, más allá de América y sus galas con alfombra roja. En el cielo ya están afinando y esperando. Buen viaje, maestro.