sábado, 25 de diciembre de 2021

VENTANAS DE LUZ

Relato seleccionado en el XX Concurso de relatos y cuentos de invierno de IDEAL, 2021




VENTANAS DE LUZ

                                                                                                                     La alegría es un arma superior al odio. 
                                                                                                                                                                                         Almudena Grandes

En todos los pueblos y ciudades de todos los países, a distintas horas, hoy es Nochebuena. Poco a poco, el cielo se va oscureciendo y en cada calle, piso o casa se enciende alguna luz.

Protegidos en sus hogares, se encuentran María, Lucas, Javier y Elena. Es su primera Navidad. Son bebés de pocos meses que estrenan llantos y risas, babean, muerden o abren los ojos siguiendo alguna llamada de atención por primera vez en sus vidas.

En el parque, todavía están Luna, Juan, Moisés y Ángela. Son adolescentes rezagados que apuran las horas de risas y complicidad antes de cenar con sus familias. Al pasar, Lola y Carlos se quedan mirándolos. Ojalá su hijo estuviera así, divirtiéndose en pandilla, y no como un fantasma solitario atrapado por los dueños de la noche.

En pocos minutos, el paisaje cambia. Los bordes y los colores de los edificios se derriten. Y en cada ventana aparece de forma más o menos intensa, cálida o fría, un fogonazo de luz.

En su habitación, María ordena los folios sobre los que vuelca sinuosas horas de estudio y anhela aprobar esas oposiciones tan difíciles.

También ha sido un día duro para Germán, el tímido cajero del supermercado que solo se desinhibe cantando con su grupo de música en el pub del barrio.

En el ático, siempre en todo lo alto, Jennifer, la pija en apuros, estrena piso. Que si recoloca las cortinas, que mejor la foto junto al árbol, que si no combina ese tejido con el outfit de esta noche.

Unos metros más abajo está Alberto, el abuelo bonachón, cargado de años y de soledad, siempre leyendo en su sillón orejero bajo la lámpara del rincón. Solamente sale para dar unos paseos al sol y visitar una y mil veces la farmacia.

En el mismo rellano, Paco, el camionero, mira el reloj de nuevo. Su camión, “El Roto”, ya ha descansado las horas necesarias y tendrá que salir de viaje a pesar de las fechas. El transporte no perdona y hay muchas facturas por pagar. Y el gasoil, por las nubes, refunfuña este señor Scrooge cada vez con más motivos. Se prepara para ir a la cochera, para buscar el camión, para ver si, de una vez por todas, su “Roto” encuentra algún descosido.

Rota también está Lucía. Absorta frente al televisor, no ve las imágenes. Su cabeza solo reproduce en bucle escalofríos y escenas violentas. No le apetece ir a cenar con la que todavía es su familia política. ¿Cómo afrontar nueva vida y nuevo año? ¿Qué se hace después de vivir en el infierno?

En la acera, Said está sentado en un banco. Ha venido sin rumbo. No sabe si recogerá aceitunas o probará como camarero si consigue contactar con el señor del autobús que fue tan amable de darle su número de teléfono. Mientras piensa, el cajero del súper pasa y le da las buenas noches con balbuceos casi imperceptibles.

Rodrigo los ve desde el ático. Sale un rato a respirar aire puro, aire a solas. ¡Cuánto miedo dan las nuevas etapas! ¿Se habrá equivocado? ¡Qué vértigo!

Se fija también en la persiana de la farmacia de enfrente. La está cerrando Beatriz, la auxiliar que tiene encandilados a todos los abuelos con su simpatía. El luminoso verde aparece ahora camuflado entre tantas otras luces artificiales. Cruces, abetos y regalos de todos los colores vigilan la ciudad. Incluso en los lugares más inhóspitos y solitarios como en el destartalado hostal de carretera no falta un “Feliz Navidad” iluminado bajo la grasa veterana de las bombillas. Tampoco falta un bocadillo gratis para camioneros de servicio en Nochebuena.

En este momento, se abre la puerta del bloque. Sale Carlos hijo, desesperado, perdido entre la prisa y el ansia por encenderse un cigarrillo y alejarse del barrio. Tropieza con Adela, enfermera cansada de horas de hospital, que vuelve con ganas de cenar con su hija María. Estarán solas, pero no importa. Madre e hija frente a frente, mirada fundida en otra mirada, en otros ojos más jóvenes pero iguales. Luz de madre, calor de hogar.

Los Rodríguez, en cambio, son muchos. Todo es risa y alboroto. Solo Samuel escapa del jolgorio. Después de mucho insistirle, Lucía ha dicho que se unirá más tarde. Él sabe que no lo está haciendo bien. Que hay veces que ni él mismo se conoce. Que hay veces que las cosas se le escapan de las manos. Lo que tiene es unas ganas locas de coger su moto y volar. Volar lejos. Pero no se atreve. ¡Cuánto envidia a su hermano Ricardo! Ahí está enfrente, junto a su Ana. Embobados a pesar de los problemas. Cargados de deudas y de incertidumbre. Seguramente, lo despedirán en unos días. Pero ahí siguen, como dos tortolitos.

Y en alguna habitación de este edificio, bajo la luz de un flexo, estoy yo. Leyendo, escribiendo, pensando en mi cuento de Navidad, buscando endecasílabos sáficos entre las columnas de cieno que el mundo vomita cada segundo.

A pesar de todo, a pesar de todos, es Nochebuena. Y durante unos minutos, o menos, quizás en la brevedad de una mirada o una sonrisa, todos abrirán sus ventanas de luz. Y en mi barrio, y en el mundo, sin necesidad de electricidad, se trazará una estrella limpia y luminosa, como la de Belén.