miércoles, 27 de diciembre de 2023

El diapasón

 

Relato de Navidad y cuentos de invierno, Ideal 24 de diciembre de 2023




EL DIAPASÓN

“El arte de la música es el que más cercano se halla de las lágrimas y los recuerdos”.

                                                                                                                            Oscar Wilde

    En mi pueblo, un pueblo perdido en la sierra, iba a ser una noche de diciembre más. Pero fue la noche que cambió mi vida, mejor dicho, la noche que encontré la vida que me apasiona. Mis amigos y yo estábamos en la edad del pavo. Deambulábamos por la plaza del pueblo sin rumbo, como suele ocurrir a esas edades, entre bromas y tonteos adolescentes. En la vieja plaza, adornada con motivos navideños, los niños corrían con las mejillas sonrosadas. Al atardecer, los abuelos se retiraban tras tomar los escasos rayos de sol que se perdían entre las montañas y contar batallas del ayer sentados junto a una fuente. Mientras tanto, la mayoría de los vecinos volvía de una larga jornada en el tajo de aceituna.

    Allí, en la vieja plaza, entre la iglesia y el ayuntamiento, donde a diario se agitaba la vida de mis paisanos, vimos un cartel colorido en un escaparate. Anunciaba un concierto de villancicos de un coro de la capital para aquella misma noche. Le echamos un vistazo y, antes de decidirnos, captó nuestra atención el trasiego de gente desconocida y uniformada que iba llenando la plaza. En los pueblos, ya se sabe, enseguida se detecta a los forasteros.

    Al final, un amigo y yo nos animamos a ir al concierto. Yo solo había escuchado en vivo la rondalla y la banda de música del pueblo, donde me estaba iniciando como músico pero no sabía lo que era un coro polifónico, como rezaba en aquel cartel. No teníamos nada que hacer, así que entramos pronto en la iglesia y, de paso, nos resguardamos del frío mientras observábamos los preparativos, el ir y venir de los músicos, las vocalizaciones afinadas que salían de la sacristía, la llegada del público,... No tenía ni idea de lo que allí iba a ver ni a escuchar. Los hombres del coro lucían muy elegantes con sus trajes y pajaritas. Las mujeres deslumbraban con una especie de túnicas muy glamurosas. A los ojos de un joven de pueblo, todos me parecían sacados de la televisión, casi como de otro mundo.

    Tras la colocación y lectura de algún texto introductorio, sonó la música. La música con mayúsculas. Ahí sí que empezó toda mi vida posterior. En las vidas no hay demasiados  momentos que se puedan recordar con tanta nitidez, como una frontera que separa un antes y un después, el sonido del silencio o la noche del día. Y en ese concierto, con esas tres primeras obras en las que me quedé extasiado, en las que no pude reaccionar ni aplaudir, fue cuando la música se apoderó definitivamente de mí. De todos los componentes, a quien no perdí de vista en ningún momento fue al director. Observé cada uno de sus ademanes sin pestañear. Como si fuera un mago, en cada movimiento activaba a los cantores de una cuerda, la música lo traspasaba y salía de sus manos con la fuerza y la expresividad que él quería transmitir en cada momento. Desde entonces, los deportistas y las estrellas televisivas dejaron de ser mis ídolos. Y yo también empecé a mover mis manos queriendo crear música.

    A partir de ese día, todo fue investigación y experimentos con la polifonía allá por donde iba. Todos mis caminos convergían en el mismo sitio, en los sistemas y partituras a cuatro voces,  en los juegos de armonías y silencios, de empastes y matices. Así se han pasado más de treinta años de mi vida: cantando, dirigiendo, acompañando al piano, aprendiendo, enseñando, ensayando. Siempre. Hasta hoy.    

    Hoy es un lluvioso día de diciembre. Se acerca la Navidad. Todos los coros del mundo tienen preparados sus repertorios de villancicos y obras clásicas para estos días: Haendel, Mendelssohn, Mozart,... En el coro que dirijo, los cantores ya están listos para el concierto de Navidad anual. Todos estamos tan elegantes como nerviosos. La adrenalina de los momentos previos a salir al escenario. Quien lo probó, lo sabe. Acaricio en mi bolsillo un objeto que, a pesar de su frialdad, me da confianza y tranquilidad. Una pequeña barra de acero doblada en forma de horquilla que, con un pequeño golpe, vibra al instante dándome el sonido exacto, el nombre exacto de las cosas, como buscaba el poeta. Es el mismo diapasón que, a modo de amuleto, me ha acompañado en cientos de conciertos. Pero hoy es distinto. Hoy, por primera vez, cuando busque la nota en mi diapasón, cuando levante las manos y los mire, tendré frente a mí a los mismos cantores que se me quedaron grabados hace más de treinta años en la iglesia de mi pueblo perdido entre montañas. Por sus caras han pasado todos estos años de vida, con sus ilusiones, desengaños y vivencias variadas. Pero son sus almas las que siguen intactas, bendecidas por el son y el don sagrado de la música que, una noche más, envolverán con sus melodías a los oyentes, dejándolos impregnados por la fragancia de la Navidad. Esta noche, cuando los dirija, no los recordaré a ellos en aquel lejano concierto sino que evocaré a aquel joven con flequillo y ojos curiosos que, gracias a la armonía de sus voces, quedó agazapado para siempre entre corcheas, blancas y negras en el mejor pentagrama de la vida, la música.

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